Memorias de Fernando Toranzo
Fernando Toranzo (o el fantasma de lo que quedó de él)
Aquí ando, en mi rancho de Cerritos, viendo caer el sol sobre los mezquites, allá en la esquina tengo mi yate tapado con lonas y medio empolvado, añoro mis días de pesca y aquí estoy casi recluido recordando aquellos tiempos, cuando a pesar de ser un político medio gris los potosinos votaron por mi y me pusieron como su mandatario seis largos añotes.
Se me vienen a la mente muchos recuerdos como cuando me gritaban “¡Fuera, Toranzo!” desde las calles de la capital ahora me gritan los gallos, literal.
Vivo tranquilo, sin la prensa encima, sin los estudiantes bloqueando avenidas, sin los choferes aventando llantas frente a Palacio, sin presiones y sin aguantar críticas. A veces, cuando el viento sopla fuerte, creo escuchar los ecos de aquellas marchas, los tambores, los claxonazos, los insultos… y ya nada más sonrío.
Porque, a fin de cuentas, todo eso me hizo famoso.
Recuerdo perfectamente el aumento del transporte público.
“Nomás un pesito más”, decían mis asesores.
Un pesito.
¿Quién iba a pensar que treinta y tantos pesos al mes serían el detonante de tanto coraje?
Salieron los chavos bien bravos con sus mochilas y sus cartulinas fluorescentes, gritando cosas que ni en mis pesadillas de médico había escuchado.
“¡Toranzo, sordo y ciego, el pueblo ya no te tiene miedo!”
Yo, mientras tanto, estaba en una reunión con empresarios… hablando de movilidad.
Ironías de la vida.
Luego vino lo de la tenencia vehicular.
Me decían que era impopular, que los mandatarios vecinos ya la habían quitado, que era “la oportunidad de quedar bien”. Pero yo no nací para quedar bien. Yo nací para cobrar y seguí el consejo de Conde Mejía, todo un chupasangre.
Miles de potosinos cruzaron la frontera estatal para emplacar sus coches en Zacatecas, Querétaro o Tamaulipas. Yo lo veía como un logro en turismo fiscal: moví la economía regional sin gastar un peso en promoción.
Hasta debería haber cobrado regalías por eso.
Y sí, hubo protestas, pintas, periódicos indignados.
Los jóvenes tomaban la calle; los burócratas, las oficinas; y los doctores, el Hospital Central que se nos caía a pedazos. Ah, el Hospital… esa joya del desastre. Inauguré quirófanos nuevecitos que nunca funcionaron. Ni una cirugía, ni un parto, ni un curita se aplicó ahí. Treinta millones tirados en concreto y esperanza. Hoy sé que lo derrumbaron para hacer otro. Bueno, así también se reciclan los errores.
Bien que me criticaban y me decían pusilánime y pocos blanquillos, pero bien que sabía como dominar a los diputados, si no pregúntenle a Crisógono Sánchez, nada que una buena camionetita nueva no pudiera arreglar.
Yo me aventé la puntada de El Realito y se que ahora cuando no se pueden ni bañar por falta de agua se acuerdan de mí.
Me acuerdo de mi gabinete, donde el verdadero “cerebro” era Cándido Ochoa. Yo era el rostro amable; él, la mano que firmaba. Dicen que hacía lo que quería conmigo. No lo niego. Era eficiente, mandón, y tenía mejor carácter que yo. Igual que la doctora Ramos, mi ex.
Y si al final él mandaba y yo cobraba, pues era un buen equilibrio del poder, ¿no? División de funciones, le dicen.
Me criticaban por ser anticuado y con ideas viejas, ¿Pero quién paseaba a los tuiteros en el helicóptero oficial para estar bien a la moda?
El que se portó algo malagradecido es el “Guerito” Carreras, le heredé el cargo y a la mitad de su sexenio se olvidó de los buenos amigos.
Por cierto, hablando de entregar el changarro, quise dejar mi huella. Así que, en un gesto de modernidad económica (y de supervivencia política), le entregué el Palenque de la FENAPO a unos muchachos emprendedores: los Gallardo. Ricardo padre y Ricardo hijo. Un dúo dinámico, con más hambre que experiencia.
Pensé: “Les va a servir para entretenerse un rato, poner artistas, mover dinerito legalmente… un favor inocente”.
Y mírenlos ahora.
El “Pollito” creció, y hoy manda más que yo en mis mejores días. De aquel Palenque que les dejé, pasaron a tener una Arena Potosí de casi 500 millones de pesos. Y no de su bolsa, claro: dinero público, de ustedes, mis queridos contribuyentes.
Esa Arena es como mi fantasma político hecho cemento. Cada vez que la veo en las noticias, me imagino a los jóvenes que un día marcharon contra mí, hoy haciendo fila para ver a Luis Miguel o a Carín León.
Pagando 800 pesos por boleto, mientras el mismo gobierno les dice que “la cultura es para todos”. El pueblo cambió el megáfono por la chela.
Los Gallardo aprendieron bien la lección. Yo les enseñé, sin querer, que en San Luis Potosí el poder no se pierde, se recicla. Y que las protestas se olvidan en cuanto llega un concierto. Eso sí, hay que reconocerles algo: ellos sí supieron hacer negocio con la rabia social. Yo solo me llevé los memes; ellos se llevaron la taquilla.
Ahora, cuando cae la tarde y los gallos cantan, pienso en todo eso: en los jóvenes que marcharon, en los doctores que exigieron medicinas, en los choferes que pedían dignidad, y en los políticos que después se llenaron los bolsillos con la paciencia de ese mismo pueblo.
A veces creo que la historia no nos castiga, solo nos repite con otra cancioncita.
Lo que si le reconozco a Carreras es que cumplió y nunca he sido molestado para aclarar ninguna corruptela, al final si hicimos un buen trato.