Contralorías internas, grandes culpables de la impunidad
En México, la corrupción no se castiga porque los que deberían vigilar... no vigilan. Las llamadas “contralorías internas” existen en cada oficina de gobierno, en los ayuntamientos y en los congresos. Su trabajo debería ser revisar que no se robe dinero, que no se hagan tranzas, que se cumpla la ley. Pero en la realidad, sirven para proteger a los jefes. ¿Por qué? Porque esos contralores no llegan ahí por mérito ni por elección ciudadana: los pone el mismo mandatario federal o estatal, presidente municipal o congreso al que supuestamente deben vigilar. Así, se convierten en cómplices.
Cuando hay corrupción, la contraloría debería levantar la voz. Pero no lo hace. Se calla, tapa, finge que no ve. Si el jefe comete un abuso, el contralor lo cubre. Si hay un desvío de dinero, lo esconden en papeles llenos de tecnicismos. ¿Y quién sufre? La gente. Porque mientras ellos se protegen entre sí, el dinero que debía llegar a calles, hospitales, escuelas o apoyos, desaparece. Se lo reparten entre amigos, y nadie paga las consecuencias.
Esa protección entre corruptos es lo que mantiene viva la impunidad en México. Aquí no pasa nada aunque robes, engañes o abuses del poder. Lo grave no es solo que se cometa un delito, sino que nadie lo castiga. Peor aún: muchos que roban terminan con más poder. Y mientras tanto, la ciudadanía ve cómo todo sigue igual o peor. Cada caso encubierto manda el mismo mensaje: ser honesto no sirve de nada.
Si queremos un cambio real, hay que romper este círculo de complicidad. Las contralorías no deben estar al servicio de los políticos, sino de la gente. Necesitamos vigilantes de verdad, que no tengan miedo ni compromiso con ningún jefe. Porque mientras los encargados de cuidar sigan encubriendo, la corrupción seguirá ganando… y los únicos que perdemos somos nosotros.